Quizá ha llegado la hora de
aceptar que nuestra crisis es más que económica, va más allá de estos o
aquellos políticos, de la codicia de los banqueros o la prima de riesgo. Asumir
que nuestros problemas no se terminarán cambiando a un partido por otro, con
otra batería de medidas urgentes o una huelga general. Reconocer que el
principal problema de España no es Grecia, el euro o la señora Merkel.
Admitir, para tratar de
corregirlo, que nos hemos convertido en un país mediocre. Ningún país alcanza
semejante condición de la noche a la mañana. Tampoco en tres o cuatro años. Es
el resultado de una cadena que comienza en la escuela y termina en la clase
dirigente.
Hemos creado una cultura en la
que los mediocres son los alumnos más populares en el colegio, los primeros en
ser ascendidos en la oficina, los que más se hacen escuchar en los medios de
comunicación y a los únicos que votamos en las elecciones, sin importar lo que
hagan.
Porque son de los nuestros.
Estamos tan acostumbrados a nuestra mediocridad que hemos terminado por
aceptarla como el estado natural de las cosas. Sus excepciones, casi siempre
reducidas al deporte, nos sirven para negar la evidencia.
Mediocre es un país donde sus
habitantes pasan una media de 134 minutos al día frente a un televisor que
muestra principalmente basura. Mediocre es un país que en toda la democracia no
ha dado un presidente que hablara inglés o tuviera unos mínimos conocimientos
sobre política internacional. Mediocre es el único país del mundo que, en su
sectarismo rancio, ha conseguido dividir incluso a las asociaciones de víctimas
del terrorismo. Mediocre es un país que ha reformado su sistema educativo tres
veces en tres décadas hasta situar a sus estudiantes a la cola del mundo
desarrollado. Mediocre es un país que no tiene una sola universidad entre las
150 mejores del mundo y fuerza a sus mejores investigadores a exiliarse para
sobrevivir.
Mediocre es un país con una
cuarta parte de su población en paro, que sin embargo, encuentra más motivos
para indignarse cuando los guiñoles de un país vecino bromean sobre sus
deportistas. Es mediocre un país donde la brillantez del otro provoca recelo,
la creatividad es marginada –cuando no robada impunemente- y la independencia
sancionada. Un país que ha hecho de la mediocridad la gran aspiración nacional,
perseguida sin complejos por esos miles de jóvenes que buscan ocupar la próxima
plaza en el concurso Gran Hermano, por políticos que insultan sin aportar una
idea, por jefes que se rodean de mediocres para disimular su propia mediocridad
y por estudiantes que ridiculizan al compañero que se esfuerza.
Mediocre es un país que ha
permitido, fomentado y celebrado el triunfo de los mediocres, arrinconando la
excelencia hasta dejarle dos opciones: marcharse o dejarse engullir por la imparable
marea gris de la mediocridad.
Texto recogido de correos cadena... pero que nos refleja tal cual.
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